No sabemos desde cuando existe el miedo a los extraños, pero lo esperable es que sea desde que se formaron los grupos humanos. Y si tenemos en cuenta que el hombre siempre ha formado parte de un grupo, mucho me temo que la respuesta tiene que ser «desde siempre». No podemos comprender hasta que punto este recelo por los extraños ha podido ser beneficioso para los grupos humanos, pero podemos imaginarnos que en otras épocas, al igual que sucede hoy, los enfrentamientos han podido ser frecuentes.
Marvin Harris relata cómo las escaramuzas entre cazadores-recolectores suelen saldarse sin muertos, habitualmente al primer herido. También es cierto que esto no ha tenido que ser siempre así en todo tiempo y lugar; de hecho sabemos de las «expediciones de guerra» de los chimpancés, que suelen saldarse con muertos, conquista de territorio y secuestro de hembras.
Miedo al cambio y a lo diferente
Los inmigrantes y aquellos grupos que mantienen una fuerte endogamia pueden parecer distintos al resto de la población. Y precisamente por ese «parecer» distintos es fácil azuzar el miedo contra ellos. Incluso parece que algunos, con apariencia de ser personas razonables, están interesados en fomentar estas actitudes. No quiero entrar en consideraciones políticas o económicas, que me llevarían a intentar discernir quién intenta desviar la «culpa» de los problemas económicos hacia aquellos que no pueden ser culpables, o a intentar demostrar que los inmigrantes aportan más de lo que reciben. No es esa mi intención, sino hacer algunas reflexiones sobre el hecho en sí mismo.
Hubo un tiempo en que nuestro conocimiento incompleto de la realidad histórica nos hizo pensar que los antiguos grupos humanos se comportaban como compartimentos estancos, a lo largo del tiempo, cruzándose sólo entre sí y con los grupos cercanos, con pocas o ninguna interacción con otro grupos lejanos. Hoy sabemos que no es así, sino que las migraciones y cruces entre grupos muy lejanos en el espacio es más una constante que una excepción.
Hace unos días murió Luca Cavalli-Sforza, reconocido como el mayor experto en genética de poblaciones, que demostró que el 90% de la diversidad genética humana corresponde a diversidad dentro de un grupo, y solo el 10% se explica por diferencias entre grupos. Es decir: las razas humanas no existen; esta afirmación es bien conocida dentro de los ámbitos científicos y no sólo por Cavalli-Sforza, que es uno entre los muchos que defienden esta tesis. Veamos ahora un ejemplo:
Hace unos 40.000 años existían tres especies de homínidos sobre la Tierra: Homo sapiens (nosotros), los neandertales y los denisovianos. Se sabe que existió al menos un cuarto grupo que no se ha identificado, pero que ha dejado restos genéticos en nuestra herencia.
- Nosotros salimos de África, muy posiblemente de lo que hoy en día es Etiopía, hace entre 120.000 y 200.000 años. Eramos emigrantes de piel oscura (es decir, negros) y con ojos marrones.
- Hace aproximadamente 900.000 años salió de África el conocido como «homo antecesor» o algún otro homínido con características similares del que pueda proceder el «antecesor». Ese homínido se asentó en Europa y con el tiempo dio lugar tanto a los neandertales como a los denisovianos:
- Los neandertales, blancos, con gran preeminencia de cabello pelirrojo y con presencia de ojos azules, habitaron Europa desde hace unos 400.000 años hasta los 35.000 aproximadamente.
- Los denisovianos, son mucho menos conocidos, pero los restos analizados (Montes Altai) indican que eran de piel oscura y ojos marrones. Se cree que habitaron el este de Europa, al menos, entre los 125.000 y los 30.000 años.
Los cruces de estos tres grupos fueron frecuentes, habituales sobre todo entre denisovianos y neandertales, y nosotros portamos genes de ambos grupos. Aunque, curiosamente, el pelo pelirrojo, los ojos azules y la piel clara no se encuentran entre estos genes y han sido desarrollados, por nuestra especie, cuando ambos grupos ya se habían extinguido. Resulta extremadamente curioso el hecho de que poseamos una media de un 4% de genes neandertales, pero que no sean los mismos para todos los individuos. Esto nos indica claramente que los cruces fueron frecuentes. Lógicamente, según nos acercamos a Asia, son más frecuentes los genes denisovianos y en África estos genes aparecen con muy poca frecuencia o no aparecen en absoluto.
En resumen, hemos comprobado, sin lugar a dudas, que nuestra especie se cruzó de forma habitual con otras especies morfológicamente muy diferentes. Los neandertales eran mucho más corpulentos que nosotros, entre un 10% y un 15%; tenían menor estatura; un cerebro más grande; eran blancos y nosotros negros; muchos eran pelirrojos y nosotros de cabello oscuro; muchos tenían ojos azules y nosotros marrones; ellos sin mentón y nosotros con mentones prominentes; ellos con frente huidiza y nosotros con la frente plana; … es decir: muy, muy diferentes y, a pesar de ello, nos cruzamos y no se han encontrado restos de confrontaciones. Lo que no quiere decir que no existieran, pero sí que no parecen haber existido de forma generalizada.
A la vista de lo expuesto, no parece que el racismo forme parte fundamental de nuestra naturaleza, más bien podríamos decir que es una cuestión cultural. Además, deberíamos tener en cuenta que los aspectos más evidentes de las diferencias étnicas responden a mutaciones recientes. Veamos, por ejemplo, el color de la piel:
Bajo su espeso pelaje, los chimpancés, tienen la piel blanquecina pero sabemos que, nuestros antepasados, ya eran negros hace 150.000 años y, muy posiblemente, seguía siendo así hasta hace unos 10.000 años. El Hombre de Cheddar (Condado de Somerset, suroeste de Inglaterra) tenía la piel negra y los ojos azules pero 6.000 años despues Ötzi (Hombre de Similaun u Hombre de Hauslabjoch, Valle de Ötz, Alpes italianos) era blanco.
Las presiones selectivas que parecen actuar sobre el color de la piel se supone que son el «cáncer de piel» para oscurecerla, ya que las pieles oscuras ofrecen mejor protección a los rayos ultravioleta, y la mayor eficacia (entre 5 y 10 veces más) en la fabricación de vitamina D para blanquearla con el fin de mantener el delicado equilibrio de calcio en sangre dentro de los límites aceptables.
Con estos hechos conocidos podemos entender claramente que tanto las presiones ambientales como los frecuentes cruces o la uniformidad genética de nuestra especie nos hacen mirar en la dirección de que las razas no existen. Pero, desafortunadamente, los racistas seguirán existiendo aún cuando comprendieran que el objeto de su obsesión es una ilusión.