Mi padre había nacido en Cifuentes. Hacía mucho tiempo que no iba por su pueblo, y como tenía familia allí, aunque algo lejana, un día se decidió y fue para hacerles una visita.
Regresó por la tarde, y traía consigo un perro feísimo. Al menos, con la vista inicial tuve esa impresión; de un tamaño medio, raza indeterminada o con lejano parentesco al Setter inglés, huesudo por lo flaco, a pesar de tener un pelo medio largo como unas ‘lanas’ despeinadas, de color entre gris y blanco sucio. Me dijo: – Se llama Sen, es hembra y muy buena cazadora.
Mi padre conocía muchísimos refranes, y para mí pensé en uno de sus más utilizados: «Cuando el arriero vende la bota, o sabe a pez o está rota». Sinceramente dudaba de la buena ‘profesionalidad’ de Sen, nuestra nueva perra.
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Llegó agosto, y a mediados la ‘media veda’ quedó abierta; durante un mes podíamos salir a cazar codornices, tórtolas y palomas torcaces. Después de doce o catorce semanas, pues su llegada se había producido en mayo, ya estaba Sen familiarizada con mi padre, le seguía y atendía a algunas de sus órdenes. Era el momento de que nos acompañase de caza.
La primera jornada transcurrió tranquila, rastreaba por entre la paja buscando entre los intensos olores de la mañana, para poder seguir los de la caza. Levantó cinco o seis codornices casi a la carrera, de las que solo pudimos tirar a tres, de tan lejos que salieron las demás; y cobramos las tres piezas.
Al siguiente día ya estaba más sujeta y acompasaba a nuestros pasos los suyos. Hizo varias ‘muestras’ que prometían, y pudimos disfrutar de una buena mañana de caza hasta que… una codorniz cayó herida de ala a más de cien pasos, Sen salió corriendo en su busca por entre la abultada paja, vi que dio con ella, pero no regresaba; me acerqué deprisa, justo a tiempo de ver que se había comido la cabeza, y probablemente si no llego rápido, habría acabado con toda la pieza. Al verme se apartó con mirada huidiza, y cuando escuchó mi voz de enfado, nos abandonó a la carrera regresando al pueblo. ¡Vaya síntoma!
Como la mañana había sido larga y fructífera, pues llevábamos de dieciséis a dieciocho ‘pájaros’ en las perchas, Sen, por su cuenta, había decidido que se merecía una pequeña parte del ‘botín’…
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A partir de septiembre tan solo íbamos al pueblo en los fines de semana, por lo que se quedaba sola en el corral el resto de la semana. Resultado: un desastre, rompía tiestos, tiraba cosas que teníamos amontonadas, hacía agujeros en el suelo, y no sé cuántos estropicios más.
Al cabo de mes y pico hablamos con unos vecinos para que se quedase en su corral de lunes a viernes, de tal forma que solo la veíamos en fin de semana, e incluso a veces sólo el domingo. Nos echaba de menos y debía contar los días, pues en cuanto escuchaba el peculiar ruido del coche, sabía que llegábamos y al momento aparecía a todo correr con su cara amistosa y sonriente?, meneando la cola a modo de efusivo saludo de bienvenida.
Alguna vez ocurrió (después nos enteramos) que estando cerrada la puerta del corral, tuvo que trepar, literalmente, una pared cercana a los dos metros de alta para poder salir y correr a nuestro lado. Siempre me quedó la duda de si venía por nuestra compañía o por que la dábamos la oportunidad de poder ir al campo de ‘caza’. Con el tiempo me di cuenta de que la caza era su gran pasión.
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Un día muy frío, cuando ya regresábamos, cargados con dos perdices y un conejo, saltó la liebre. Era un poco lejos y disparó mi padre, que decía:
– ¡¡¡La di, la di, va tocada…!!!
Mi padre no era partidario de disparar a las liebres al principio del día, opinaba y con razón, que si daba a una tenía que llevarla cargada desde entonces; era demasiado peso para colgar tan temprano.
Pero la liebre seguía su marcha. Y no sé qué notaría Sen, que partió a toda velocidad en pos de ella hasta que se perdió de vista. Esperamos a ver qué pasaba, si regresaba sola o volvía corriendo detrás de la liebre, pero se sucedían los minutos, primero cinco, luego otros diez más, y así la media hora, hasta que empezamos a sospechar que la había ‘cazado’.
Volvimos sobre nuestros pasos y a eso de un kilómetro encontramos a Sen comiendo liebre, de la que llevaba casi media… Mi padre la voceó, e hizo ademán de pegarla. Salió huyendo, y no la vimos más en todo el día. El domingo siguiente apareció a recibirnos como si nada, salvo por el exceso de zalamerías que delataba su sentimiento de culpa.
A raíz de este episodio, Sen fue alejándose de mi padre, que aunque la llamaba repetidamente, pronto volvía a estar cerca de mí (he de observar que yo la regañaba menos).
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En mi pueblo no había demasiada caza, por lo que podía decirse que su práctica era una afición verdaderamente deportiva.
Una fresca y húmeda mañana de bien entrado noviembre, íbamos por ‘Las Cuestas’: Luis, Ángel, Martín (mi padre) y yo. Eran ya las diez y no habíamos visto nada de caza.
De repente, Sen levantó una perdiz que emprendió un veloz vuelo. La disparé y fue a caer por la pronunciada pendiente, muy abajo y entre las marañas. Bajamos corriendo Sen y yo y a los pocos minutos la habíamos cobrado. Tranquilos reemprendemos la subida, y otra perdiz sale a tiro, también la derribo de manera que cae un poco más abajo aún; la recogemos y vuelta a empezar, nuevamente a subir. La suerte estaba conmigo, pues de nuevo una tercera perdiz levanta el vuelo, como siempre en dirección hacia abajo, y se repite la situación: la disparo, cae, y a buscarla. Había caído entre zarzas junto a la orilla del río; Sen la localizó y me la trajo a la mano (a veces tenía esas gracias, pero escasamente).
No está mal tres perdices en media hora, pensé. Nos habíamos alejado mucho de la ‘mano’ que, por el puntal, había llevado con mis compañeros. Estábamos junto al Molino y teníamos que subir casi en vertical hacia la fuente ‘Del Selmo’, que era donde tomaríamos el bocadillo.
Despacio, pero con la euforia de los recientes ‘lances’ y la ‘ligera’ carga de las tres perdices, emprendimos la ascensión. A mi lado Sen, que tan buen trabajo había hecho para la caza y recuperación de las piezas. Apenas habíamos superado la primera pendiente cuando veo con asombro que entre aliagas y en nuestra dirección se desliza un zorro dorado. Instintivamente sujeto a Sen, y espero unos segundos, no muchos, pues Sen olfatea el zorro, se escapa de mi mano y veloz como una flecha corre hacia él. Se inicia una mortal pelea en la que los feroces enemigos ruedan por la pendiente. Suenan dentelladas fallidas entre los vertiginosos giros.
Mientras tanto logré acercarme lo suficiente para que en el momento en que se zafaba el raposo de los colmillos de Sen, yo estaba preparado y pude disparar a su cabeza. Lo hice con el cartucho que llevaba para perdiz (plomitos finos), pero el impacto fue suficiente para detener al zorro en su marcha y que rodase con la inercia de su carrera, justo los instantes que necesitó Sen para alcanzarlo, y esta vez con mejor suerte, hacer presa en el cuello y dejarlo fuera de combate.
Paramos unos minutos, tomamos resuello, como pude até la ‘nueva’ pieza a mi espalda y reanudamos la ascensión entre la fina lluvia y el mal olor que despedía el raposo.
En la fuente esperaban: Luis, Ángel y Martín. Estaban aburridos y encogidos de frío. Yo llegaba eufórico y sudando. Contrastes…
Después convencí a mi padre para que desollase el zorro y llevase su piel a curtir. Tenía un pelo espeso, largo, dorado, y pintado con varios tonos de marrón. Era una piel preciosa y lo sigue siendo, porque aún la conservo.
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Martín, mi padre, se había enfadado varias veces con la perra, pues le había hecho algunas ‘faenas’. Sen lo notaba y le iba retirando amistad, en sentido figurado. Aunque comenzase a cazar a su lado, poco a poco se iba acercando a mí, que la dejaba algo más libre y a su aire.
Un día, temprano, antes de salir al campo, me dijo mi padre:
– Sal ahora tú, vas por el ‘Montellano’, que allí puedes tirar a las perdices sin necesidad de perro…, yo saldré un rato después, voy a ir con Sen por ‘Valdespartar’, a ver si echa algún conejo.
Pues así lo hice, comencé a andar en dirección al ‘Montellano’, y cuando llevaba una media hora de caminata, oigo ruido a mi espalda como de una carrera amortiguada, me vuelvo y veo con gran sorpresa que, por entre una pequeña nube de polvo, aparece a todo correr (¡cómo no!) … pues:
Sen. Después me dijo mi padre (entre enfadado y contento): – Tuve retenida a la perra, pero en cuanto pisó la calle te venteó y salió corriendo por donde te habías ido.
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Sen era una perra silenciosa, cariñosa a su manera y una fiera en la caza o con otros perros, sin importar el tamaño, cuando había que pelear. La cogí mucho cariño, y mis hijos también. Eran pequeños entonces y hacían con ella travesuras del estilo de pisarla el rabo, entonces se levantaba y sin rechistar se cambiaba de sitio; o se subían a su lomo a modo de ‘caballo’. Nunca, nunca, les lanzó el más leve gruñido, ni mostró un mínimo enfado hacia ellos.
Un domingo cuando llegamos al pueblo, no apareció. Nos llenó de extrañeza, la buscamos y llamamos por todas las calles, pero sin poder localizarla.
A la semana siguiente, nos contaron que había tenido enormes heridas resultado de unas peleas con perros, y había muerto a consecuencia de las mismas. No llegué a verla, y guardo el buen recuerdo de su imagen viva, amén de su compañía fiel y su callada complicidad.
¿Será verdad eso que se oye por ahí que ‘el perro es el mejor amigo del hombre’? Es verdad, seguro.
Valdeavellano (Guadalajara), Octubre de 2012.
Muy chulo ,y si ,es el mejor y más fiel amigo ,sin duda 😘😘
Muchas gracias Silvia, nos alegramos mucho de que te haya gustado el relato de Jose Martín.