Una vieja viga de olmo

Una gruesa viga de olmo

Tenemos un nuevo colaborador en el blog. Os ofrecemos este relato que Jose Martín escribió para su nieto, rememorando lo que en su día fue la cuadra de la casa familiar en Valdeavellano (Guadalajara).


Frente al fuego chisporroteante, y desde el privilegiado mirador que era mi sillón favorito, veía cómo ardían en la enorme boca de la chimenea, consumiéndose poco a poco, unos troncos de encina. Sus llamas, completando la escena, me tenían hipnotizado con sus cambiantes e inestables fantasías anaranjadas. Así que no es de extrañar que de vez en cuando diese alguna que otra cabezadilla, contagiado por la envolvente calidez del cuarto.

Me encontraba en una habitación que aún seguimos llamando: ‘la cuadra’, pero que en realidad ahora es una recogida ‘salita de estar-comedor’. Hace muchos años fue estancia y dormitorio de animales domésticos tales como mulas, cabras y gallinas. En la pared del fondo, justo en el sitio de la chimenea, alineados, habían estado los pesebres donde comieron su pienso las mulas, y donde construyeron sus nidos algunas gallinas ponedoras, esto ya en tiempos más recientes (unos 50 años).

Imagen de: Víctor García Rojo

El único testigo superviviente de aquellos años tan pretéritos es la gruesa viga de olmo que, desde su encumbrado lugar en el techo, ha estado contemplando lo que sucedía bajo ella durante tanto tiempo. Ha soportado el peso de los cuartones que cual costillas formaron el armazón del piso de arriba y las heridas de multitud de clavos de forja de los que colgaban collerones, cabezadas, tiros, ramales, aparejos, ganchos, y cuerdas en general (hasta nidos de golondrinas tuvo pegados). Ahora, y en los últimos años, esta gruesa viga de olmo queda como elemento decorativo, eso sí, barnizada, y adornada con otros nuevos pequeños clavos de los que a menudo penden choricillos, manojos de espliego, ristras de guindillas y algún que otro jamón, poniendo toques de color, rusticidad y vintage a esta nueva ‘cuadra’.

Mis pensamientos giraban alrededor de lo que vio, escuchó y sobre todo lo que olió esta gruesa viga de olmo. Casi percibía los olores almacenados en su madera: de paja, estiércol, salitre de las paredes, humedad animal, desinfectante Zotal, etc. Viejos olores, perdidos para los nuevos moradores, fuertes y acres todos ellos, sin edulcorantes, representativos de una vida totalmente natural. Los iba poniendo imagen y revivía las antiguas escenas… Cuando de repente:

Bajo mis pies, con un tremendo ruido, se abrió un agujero enorme que me engulló con butaca y todo, tal como estaba sentado. En una negrura total, la caída era suave al principio, pero se fue acelerando a medida que caía. El hueco se estrechó tanto que no pudo pasar mi sillón, quedándose enganchado atrás.

Mientras, yo seguía cayendo como por un tobogán sin fin. El agujero se iluminó cuando crucé una estación de metro con muchas personas que gritaron de asombro y susto al verme. Luego atravesé la sala de un cine por entre sus butacas y supe que la película era una de ‘La Guerra de las Galaxias’, pues vi al joven Luke Skywalker con su espada láser.

Hasta ahora no había tenido miedo, pero ya estaba harto de tanto caer sin saber cuándo y dónde podría parar este ‘viajecito’. Empecé ponerme nervioso.

A partir de ahí, el descenso se hizo algo más lento, me frenaban multitud de pegajosas y espesas telarañas. El túnel, agujero, tobogán o lo que fuera por donde seguía cayendo, empezó a poblarse de lucecillas de fantasmagóricas velas que aparecían por todos los lados, e incluso dentro de las muchísimas calabazas que se me acercaban y reían sin parar, abriendo y cerrando sus desdentadas bocas. Menos mal que solo duró un ratito.

Enseguida pasé por entre un terrorífico grupo de momias, esqueletos, zombis fantasmas, y otras gentes que vestían con ropajes muy raros, con máscaras y heridas enormes. Pensé que eran disfraces de Halloween disfrutando de la fiesta, o… a lo mejor no, pues intentaron agarrarme según pasaba entre ellos. Ya lo que me faltaba.

Continuaba bajando, ya estaba muy cansado, creo que me dolía todo el cuerpo, pues me parecía que llevaba cayendo un montón de tiempo.

Por fin entré en una enorme gruta, digo enorme porque a pesar de que tenía una iluminación que inundaba todo con su deslumbrante luz, no llegaba a ver las paredes de tan lejanas que debían estar. Caí sobre un suelo blando y algodonoso, que en realidad era arena de playa suave y templada. Allí, sin la menor duda, me habría quedado dormido si no hubiera sido porque vi lo más extraordinario que nadie se pueda imaginar.

Alrededor de mí estaban los personajes de muchos y famosos cuadros, que digo muchos, miles, y miles, o yo que sé cuantísimos. Entre los más cercanos localicé: ‘El arlequín’ de Picasso, el enorme ‘Saturno’ de Goya, ‘La ronda’ de Rubens, ‘El jardín de las delicias‘ de El Bosco, ‘La fragua de Vulcano’ de Velázquez, y al mismísimo Van Gogh en varios de sus ‘Autorretratos’; familias reales, crucificados, santos, escenas de caza, de batallas, y de mucha gente en innumerables situaciones. Parecía que estuviera simultáneamente en ‘’vivientes’’ pinacotecas de todo el mundo. Hasta ‘La Gioconda’ estaba allí, sonriéndome de tal forma que no sabía qué pensar.

Cuando llegué, todos me miraron con curiosidad, pero pasado el primer momento, ya nadie me hacía caso y cada cual continuaba con sus asuntos. Por más que preguntaba que qué era ese sitio o qué hacían allí, nada. Me ignoraban totalmente.

Pensé: – Pero qué pinto yo aquí (si ya está todo pintado), – ¿Cómo voy a salir de ésta?, – Alguien tiene que decirme algo…

No podía explicarme el porqué de la enorme concurrencia de protagonistas de tantísimos cuadros que se daba en aquel lugar. Es que no puede ser. Parece imposible (me decía), pero cada vez que miraba hacia un lado veía más y más personajes. Era abrumador.

– ¡Vamos! ¡Vamos!—escuché a mi espalda—Señor, suba a la grupa de mi caballo, que vuesa merced corre un gran peligro, pues se acercan los del cuadro ‘Fusilamientos del dos de mayo’…

No me entretuve, sin parar en mientes a ver quién me hablaba, hice lo que me decía y de un salto subí al robusto caballo que había aparecido ante mí. Justo en el momento de sentarme, me di cuenta de que el jinete que me había recogido era nada menos que: ¡El Conde-Duque de Olivares! con la mirada en escorzo y embutido en su traje de gala.

Raudo salió a galope, pisoteando todo lo que había delante. Entonces, junto a mi oído, oí otras fuertes voces:
– ¡¡¡Abuelo!!!, ¡¡¡Despierta!!!
– ¡¡¡Abuelo!!!, ¡¡¡Abueeeloooo…!!!, ¡¡¡Despierta…!!!

Y ya suponéis lo que pasaba.

De nuevo estaba en mi sillón, delante de la chimenea casi apagada en la que se habían consumido los troncos y sólo quedaba ceniza. A mi lado, mi nieto Martín, no paraba de gritar:
– ¡¡¡Abuelo!!!, ¡¡¡Despierta…!!!
– ¡¡¡Abueeelo…!!!, ¡¡¡Abueeeloooo…!!!,¡¡¡Despierta…!!!

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