Desde los doce años fue interesándose por lo oculto, lo esotérico era como un imán. Cada vez que escuchaba hablar sobre estos asuntos, prestaba la máxima atención. Además, la mayoría de sus amistades estaba entre los adictos a tarots, horóscopos, adivinaciones, etc. Y hasta tres o cuatro veces asistió a sesiones de la ‘ouija’, con experiencias algo confusas.
Quizá empezó su afición por culpa de unos libros antiguos encontrados en una vieja estantería en casa de su abuelo Daniel. En ellos, descubrió relatos fantásticos y situaciones maravillosas. Leyéndolos se transportaba a mundos mágicos en los que se sentía totalmente libre.
Una tarde, se sentó tranquilamente para examinar de nuevo varios ejemplares viejísimos. Prestó más atención a uno en concreto. Estaba encuadernado en oscuro cuero y con relieves muy gastados e indefinidos por tantos años de uso. Su título en caracteres dorados atrajo aún más su atención: “Mis viajes ocultos e insospechados”, siendo el autor: D. Ernesto de Valdetierras, Barón de Rajalitos. Estaba impreso en Valladolid, pero no fechado, nada voluminoso, y a primera vista un raro ejemplar.
Pasó sus páginas ojeando el interior. Descubrió dibujos de muchos viajes que de tan raros le parecieron demasiado fantasiosos. Llamó especialmente su atención que algunos de los viajes relatados, habían sido a través del espejo. (Qué tontería, pensó).
Varios días después investigó en Internet y no consiguió localizar ni al autor ni el título del libro. Alguna pista debería haber, pero nada encontró. No obstante, su curiosidad estaba picada y leyó y releyó, escépticamente, cómo se realizaron aquellos viajes a través del espejo.
De repente se fijó en unas páginas carentes de ilustraciones en las que a modo de advertencia y sin ningún título, resaltaba en grandes letras manuscritas de excelente caligrafía las siguientes aseveraciones:
“La persona que quiera viajar a su dimensión paralela a través del espejo, deberá ser pura, y su halo de un suave azul traslúcido”.
“Para comenzar, colocarás una vela nueva, encendida ante el espejo; luego mirarás tu imagen reflejada tras la llama de la vela. Entonces percibirás tu halo.”
“Después fijarás la mirada en tu reflejo. Camina seguidamente al lugar que quieras visitar.”
“Y una advertencia: ‘no superes detrás del espejo el tiempo que dure la vela’”.
Bueno, se dijo, no parece tan complicado y no pierdo nada con probar. Salió a la calle y compró unas velas con aroma a vainilla, ideales para ahuyentar olores a tabaco y otras pestes desagradables. Sin esperar más se dirigió al dormitorio y encendió una vela, pero incluso bajando la persiana había demasiada luz. En el cuarto de baño hay un buen espejo y no tiene ventana al exterior, pensó. Entró al aseo donde puso la vela encendida sobre un mini-candelabro de cristal, apagó la luz y cerró la puerta.
Al otro lado del espejo, la luz temblona iluminaba su cara espectral; un estremecimiento recorrió su espalda mientras dudaba y su cara se perlaba de gotitas de sudor (¡Qué nervios…!). No pasaba nada, aunque poco a poco vislumbró el tenue halo que rodeaba su rostro. Decidió entrar y sintió frío; bajo las zapatillas de estar por casa notó que el suelo era pedregoso, con ásperos matorrales que arañaban sus pies y se enganchaban en la bata y en el camisón. No pudo más y regresó.
Puf, que sensación más rara sintió. Apagó la vela que apenas se había gastado en una décima parte y aspiró el embriagador aroma de vainilla que llenaba el cuarto de baño…
Pasaron varios días hasta que decidió experimentar de nuevo. Esta vez se puso una camiseta de algodón, el jersey algo ajustado, los pantalones vaqueros y unas deportivas ASICS, y se preparó mentalmente. Encendió la vela, apagó la luz eléctrica y cerró la puerta. Enseguida apareció su rostro tras la titilante llama, sintió un agradable frescor; estaba sobre una pradera, un lugar muy diferente al anterior. Comenzó a caminar y sintió que se sumergía en un brumoso bosquecillo por el que corría un arroyo de limpias aguas; sobre ella, se confundían en barahúnda musical los trinos de múltiples pájaros que no veía. Se sentó emocionada en una gran roca plana mientras admiraba todo lo que la rodeaba; decidió volver, y al momento estaba en el baño de su casa inmersa en el ya característico olor a vainilla.
Se dio cuenta de que podía visitar aquellos sitios con solo imaginarlo. Es del todo increíble, se decía. De momento no se lo debo contar a nadie, ni a Jaime.
Otra mañana, pensando en una lejana playa encendió la vela con marcada intención, y al momento estaba pisando cálidas arenas bajo un gratificante sol. Se quitó el jersey.
- ¡Silvia! ¡Hola, cariño! ¡Silvia…! Que he venido, hoy voy a comer en casa…
Era Jaime, su marido. Buscó por toda la casa llamando:
- ¡Silvia, que estoy aquí…!
No la encontró ni en el salón ni en la cocina ni en las habitaciones. ¡Qué raro! Abrió la puerta del cuarto de baño, donde una vela encendida desprendía el dulzón olor a vainilla que tanto le molestaba. Dio al interruptor de la luz y al ver que funcionaba, apagó la vela.
Por más que buscó, Silvia no apareció. En el salón estaba su móvil junto al bolso que solía utilizar esos días. Pero de Silvia ni rastro. Así que al día siguiente puso una denuncia en Comisaría por la desaparición de Silvia…
Foto de clairegelas en Pixabay
Hace mucho que no leía tus publicaciones ,y como siempre me ha encantado ,Un abrazo fuerte.
Muchas gracias por tu comentario Silvia, se lo transmitiré a Jose Martín Cuesta, su autor.
Un abrazo fuerte para ti también.